martes, 16 de diciembre de 2008

El Juego del Ángel.


-Señor Sempere, ¿se acuerda usted, hace muchos años, cuando me dijo que si algún día tenía que salvar un libro, salvarlo de verdad, viniese a verle?
Sempere echó una mirada al libro que había rescatado de la papelera donde lo había tirado mi madre y que aun llevaba en las manos.
-Déme 5 minutos.
Empezaba a oscurecer cuando descendimos por la Rambla entre el gentio que habia salido a pasear en un tarde calurosa y húmeda. Apenas soplaba un amago de brisa, y balcones y ventanales estaban abiertos de par en par, las gentes asomadas mirando el desfilar de siluetas bajo el cielo encendido de ámbar. Sempere caminaba a paso ligero y no aminoró la marcha hasta que avistamos el pórtico de sombras que se había en la entrada de la calle del Arc del Teatre. Antes de cruzar me miro con solemnidad y me dijo:
-Martín, lo que va a ver usted ahora no se lo puede contar a nadie, ni a Vidal. A nadie.
Asentí, intrigado por el aire de seriedad y secretismo del librero. Seguí a Sempere a través de la angosta calle, apenas una brecha entre edificios sombríos y ruinosos que aprecian inclinarse como sauces de piedra para cerrar la linea de cielo que perfilaba los terrados. Al poco llegamos a un gran portón de madera que parecía sellar una vieja basílica que hubiese permanecido cien años en el fondo de un pantano. Sempere ascendió los dos peldaños hasta el portón y tomo el llamador de bronce forjado en forma de diablillo sonriente. Golpeó tres veces la puerta y descendió de nuevo a esperar junto a mí.
-Lo que va a ver ahora no se lo puede usted contar…
- … a nadie. Ni a Vidal. A nadie.
Sempere asintió con severidad. Esperamos por espacio de un par de minutos hasta que se oyó lo que parecían cien cerrojos trabándose simultáneamente. El portón se entreabrió con un profundo quejido y se asomo el rostro de un hombre de mediana edad y el cabello ralo, de expresión rapaz y mirada penetrante.
-Éramos pocos y parió Sempere, para variar –espetó-. ¿Qué me trae hoy? ¿Otro letraherido de los que no se echan novia porque prefieren vivir con su madre?
Sempere hizo caso omiso del sarcástico recibimiento.
-Martín, éste es Isaac Monfort, guardián de este lugar y dueño de una simpatía sin parangón. Hágale caso en todo lo que le diga. Isaac, éste es David Martín, buen amigo, escritor y persona de mi confianza.
El tal Isaac me miro de arriba a bajo con escaso entusiasmo y luego intercambio una mirada con Sempere.
- Un escritor nunca es persona de confianza. A ver, ¿le ha explicado Sempere las reglas?
-Sólo que no puedo hablar de lo que vea aquí a nadie.
-Ésa es la primera y más importante. Si no la cumples, yo mismo iré y le retorceré el pescuezo. ¿Se impregna del espíritu general?
-Al cien por cien.
- Pues andando -dijo Isaac, indicándome que pasara al interior.
-Yo me despido ahora, Martín, y los dejo a ustedes. Aquí estará seguro.
Comprendí que Sempere se refería al libro, no a mi. Me abrazó con fuerza y luego se perdió en la noche. Me adentré en el umbral y el tal Isaac tiró de una palanca al dorso del portón. Mil mecanismos anudados en una telaraña de rieles y poleas lo sellaron. Isaac tomo un candil del suelo y lo alzo a la altura de mi rostro.
-Tiene usted mala cara –dictaminó.
-Indigestión –repliqué.
-¿De qué?
-De realidad.
-Póngase a la cola –atajó-
Avanzamos por un largo corredor en cuyos flancos velados de penumbra se adivinaban frescos y escalinatas de mármol. Nos adentramos por aquel recinto palaciego y al poco se vislumbro al frente la entrada a lo que parecía una gran sala.
-¿Qué trae usted? –pregunto Isaac.
-Los Pasos del Cielo. Una novela.
-Menuda cursilada de titulo. ¿No será usted el autor?
-Me temo que sí.
Isaac suspiró, negando por lo bajo.
-¿Y qué más ha escrito?
-La Cuidad de los Malditos, tomos del uno al veintisiete, entre otras cosas.
Isaac se volvió y sonrió, complacido.
-¿Ignatus B. Samson?
-Que en paz descanse y para servirle a usted.
El enigmático guardián se detuvo entonces y dejo descansar el farol en lo que parecía una balaustrada suspendida frente a una gran bóveda. Levanté la mirada y me quedé mudo. Un colosal laberinto de puentes, pasajes y estantes repletos de cientos de miles de libros se alzaba formando una gigantesca biblioteca de perspectivas imposibles. Una madeja de tuneles atravesaba la inmensa estructura que parecía ascender en espiral hacia una gran cúpula de cristal de la que se filtraban cortinas de luz y tiniebla. Pude ver algunas siluetas aisladas que recorrían pasarelas y escalinatas o examinaban con detalle los pasadizos de aquella catedral hecha de libros y palabras. No podía dar crédito a mis ojos y mire a Isaac Monfort, atónito. Sonreía como zorro viejo que saborea su truco favorito.
-Igantus B. Samson, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados.

7 comentarios:

El chache dijo...

Como siempre, fantastico. Cada vez que vengo aqui me encuentro con algo maravilloso.
Un saludete

Camaleona dijo...

Gracias por ofrecerme este texto maravilloso.

Dara dijo...

En realidad eran menos olvidados que los que se creían recordados por todos.



Miau

wiitastic! dijo...

Cómo mola tu blog, felicidades.

Anónimo dijo...

Carlos Ruíz Safón. Me encanta.

Anónimo dijo...

Zafón*

Cristina Meine dijo...

Cada vez que entro aqui me sorprendo, y después entro al mío i me replanteo seguir escribiendo, en serio ^.^