jueves, 15 de enero de 2009

Relatos de Liz.




Liz solía despertarse pronto todas las mañanas. Lo primero que le acariciaba el rostro no era la piel de ella, sino la débil lámina de luz que se colaba por la persiana medio rota. Nunca le gustó abrir los ojos para tener que ver el minúsculo cubículo donde dormía, vivía y escribía. Eso era, un cubículo. Gris, frío, húmedo. Pero con el sueldo que cobraba trabajando en el periódico no le llegaba para más.
Odiaba la rutina. Y no le quedaba más remedio que soportarla, que inundarse de ella. Todas las mañanas salía de su casa y bajaba las escaleras que iban al portal, que crujían bajo su peso. Desenterraba su vieja bicicleta de la nieve que caía durante la noche y se disponía a acudir al periódico como siempre, contemplando las calles encharcadas y oscuras llenarse de gente.Liz pensaba que en el mundo había demasiada gente, demasiada gente como para fijarse en un ser como él. Como su padre solía recordarle: "Aquí, hijo, solo somos diminutos puntos. Y si no llegas a raya no mereces nada"Liz no sabía si esa frase de su padre tenía lógica, lo único que sabía era que esa frase era el único recuerdo que le dejó su padre antes de morir.
Miles de pensamientos cruzaban su mente mientras pedaleaba, mientras su cuerpo temblaba al pensar que el día aún no había acabado. El momento del día que mejor le hacía sentirse era la noche, cuando estaba sentado frente al escritorio, escribiendo, cuando él era la única persona existente en el mundo.
Acababa de girar esa esquina mugrienta que le resultaba tan familiar cuando divisó, ya tantas veces, el edificio donde trabajaba, y donde todos los días alguna persona le miraba como si no fuera de este mundo. Pero a pesar de eso, y de mucho más, siempre entraba por la puerta y se dirigía a su mesa, donde dejaba sus cosas y se ponía a redactar alguna ridícula columna, que luego, al publicarla, no apareciá bajo su nombre, sino bajo el de un tal L.A. Stogger. Nunca le importó. Nunca le interesó esa gente, ni lo que hacían con él. Cuando acababa la jornada de trabajo, dejando atrás todas esas miradas, regresaba a su casa recorriendo las mismas calles que antes, viendo a las mismas gentes, solo que con una pizca de tristeza más en su cara. Recorría el camino bajo una nieve que caía a copos metálicos sobre sus manos, dejándolas más frías de lo que estaban. Pero el pensaba, y creía, que en estos momentos la nieve era su único confidente.

5 comentarios:

El chache dijo...

La rutina... la maldita rutina.
Un saludete

Camaleona dijo...

Creo que la rutina se vuelve más rutinaria cuanto más solo está uno.

Anónimo dijo...

La rutina es gloria.Cuando es la que deseas.

Joel Rodríguez dijo...

Esos relatos tuyos me gustan mucho :)
Cuidate pues!
Excente Blog...

... dijo...

HE actualizado er blog wapa :D Un beso muy grande