martes, 20 de enero de 2009

Relatos de Liz (II)



Odiaba la entrada al periódico. Tantas puertas que al final solo conducen al mismo lugar. El Periódico. Un nombre demasiado dulce para ese horroroso lugar, pensaba Liz. Sólo había mesas, sillas, ventanas y suelo, claro, todo gris. Qué se podía esperar del señor Nimer? El señor Nimer era el jefe del periódico, un tipo barrigudo, para ser exactos, y con un alma engañosa. El decía que la finalidad del periódico era informar a toda la gente que necesitase saber que pasaba en su ciudad. Y una mierda, pensaba Liz. Si a ese señor sólo le importaba informar no estaría Liz todos los días hasta las doce de la noche, o más, trabajando por dos miserias. No, no.

Ya se había ido todo el personal, sólo quedaba él. Y el flamante jefe, por supuesto. Estaba Liz enfrascado en una columna nueva cuando una voz le sobresaltó:

-Señorito Buguer, aún está usted aquí? - el flamante señor Nimer hizo acto de presencia. -Sí, señor. Recuerde que hace unas horas me instaba a que acabara esta columna antes de mañana por la mañana. Y eso estoy haciendo - replicó Liz sin sacar su mirada de lo que escribía. -Ah, cierto. Pues le dejo. Cierra usted todo, vale? - dijo Nimer, dejándole sobre la mesa un manojo de infinitas llaves. -Sí, señor - Liz acercó las llaves hacia si. Nimer se alejó con paso rechoncho hacia la puerta de salida y Liz se quedó allí, escribiendo una mugrosa columna que ni siquiera llevaría su nombre, solo.

Cuando salió del periódico, allá a la una de la madruagada, no esperaba que el frío viento le azotara la cara. Ayer no se trajo la bicicleta, por lo que tuvo que hacer el camino de vuelta a pie, bajo las calles oscuras y el cielo vacío de nubes.

Durante el camino no pensó en nada, no quería pensar, y tampoco le hubiera sido posible de haber querido. Mente liada. Cuando entró a su piso encendió la débil luz que alumbró toda la estancia y cerró la puerta tras de si. Se dejó caer en una silla y cerró los ojos. Pero qué hacia él en este mundo? No podría contestar. Ni quería. La luz proyectaba sombras en las paredes blancas, desconchadas. Se quedó embobado mirándolas. Se levantó y se acercó a su escritorio, cogió una foto del cajón y la observó. Era Thais. Ella, la hija de Nimer. Lo único bueno que había traído Nimer a este odioso mundo. Liz aún recordaba cuando Thais y él iban a clase juntos. Podría decirse que eran los mejores amigos. O no. Aun recordaba su oscuro cabello moverse al correr. O sus labios dibujar una sonrisa. Pero sólo eran eso, recuerdos. Liz siempre estuvo enamorado de ella, y se decía a si mismo que si la volviera a ver se enamoraría otra vez de su pelo y de su sonrisa. Pero ya no estaba allí. Un día, cuando Liz contaba con 16 años, se encontró con que ya no veía a Thais por las calles, ni jugando, ni llorando. Suponía que se habría ido de la ciudad. Por qué? Haciá ya tres años que no sabía nada de ella, ni una carta, ni una visita, nada. Tampoco tenía el valor suficiente para preguntarle a Nimer. Por qué Thais ya no está aquí? Por qué ya no puedo ver su sonrisa, ni cogerla de la mano? No, no tenía el valor suficiente. Y allí estaba Liz, tirado en una silla, con la fotografía en sus manos y sus ojos en los ojos de ella. Y juró que la volvería a ver. Lo juraba. Y esperó a que amaneciera, para esta vez sí, coger la bicicleta y ahogarse entre las calles. Hoy no pensaba acudir al periódico. No lo haría. Thais.

1 comentario:

El chache dijo...

Muy bueno. Me ha encantado.
Un saludete